La televisión se demuestra andando. Semblanza de la TV en la
Argentina
Television shows itself by walking.
Semblance of TV in Argentina.
Martín Becerra
aracabecerra@gmail.com
Investigador Independiente en el
Conicet y Profesor Titular en la Universidad Nacional de Quilmes y en la UBA.
Autor de libros y director de investigaciones sobre política, estructuración y
convergencia de medios, telecomunicaciones y TIC.
Natalí Schejtman
natalis@gmail.com
Investigadora del Programa en
industrias culturales, medios y políticas de comunicación en la convergencia de
la Universidad Nacional de Quilmes, becaria doctoral (FonCyT-UNQ),
autora de Pantalla partida. Setenta años de televisión y política en Canal 7.
Introducción:
Uno de los íconos de la
animación infantil en la etapa de masificación de la televisión argentina
repetía que “el movimiento se demuestra andando”. Esa frase hablaba de otras
cosas, pero aplica a un medio que, al cabo de siete décadas, no ha dejado de
moverse por efecto de procesos internos y externos. La TV de la década de 1970
no era lo que había sido en su nacimiento en 1951 ni lo que iba a ser
promediando los años ´90, cuando la irrupción de la televisión por cable en los
hogares argentinos trastocaba el flujo continuo y generalista de los contenidos
de la pantalla chica; el movimiento se acentuaría y continuaría, por supuesto,
como lo corrobora la dificultad de definir qué es televisión iniciada la tercera
década del siglo XXI, con una sociedad que accede mediante conexiones fijas y
–sobre todo- móviles a contenidos audiovisuales programados, lineales pero
también a demanda en catálogos nutridos por contenidos pensados indistintamente
para la TV o el cine, práctica que se realiza además a través de todo tipo de
plataformas.
En este artículo proponemos
una lectura del desarrollo de la tv en el país a partir de su organización en
ocho etapas cronológicas, analizadas según distintas variables, que incluyen su
lógica de funcionamiento, alcance social, determinaciones políticas –en canales
públicos y privados–, contenidos y regulaciones legales.
1. Nacimiento y primeros ensayos
Hay una gran cantidad de
estudios sobre la evolución histórica de la televisión. Su comienzo en el Día
de la Lealtad peronista el 17 de octubre de 1951 no pudo ocultar el carácter
marginal que el nuevo medio ocupaba en un momento en el que apenas se
contabilizaban en plaza entre 450 y 5000 aparatos receptores. Frente al cine y
a la radio, que llegaban a millones de personas, la televisión comenzó con un
carácter aventurero, experimental y minoritario. Jaime Yankelevich,
audaz factótum de un imperio radiofónico (Matallana,
2013) que también contaba con revistas y productoras de espectáculos, había
vendido en 1947 el manejo de Radio Belgrano y la Cadena Argentina de Broadcasting al Estado, en el contexto de un proceso
acopiador de los dos primeros gobiernos peronistas respecto de los medios de
comunicación que incluyó, con matices entre la primera y segunda presidencia de
Juan Domingo Perón, expropiaciones y adquisiciones, varias veces mediadas por
presiones. Quedó, una vez concretada la venta, como gerente estatal a cargo de
la radiodifusión. Desde ese lugar, no solo personificó al Estado a la hora de
adquirir nuevas estaciones sino que impulsó la idea y el armado de la llegada
de la TV a la Argentina, que ya era una realidad en Cuba, México y Brasil. Las
crónicas de aquel día inaugural no adjudicaron semejante novedad a ningún
funcionario y las de los días previos se enfocaron tanto en matizar el retraso
de la llegada de la televisión respecto de otros países de la región, como en
destacar el esfuerzo de los trabajadores argentinos que armaban la imponente
antena transmisora, un énfasis colocado en la fortaleza técnica nacional pese a
que los receptores y los equipos transmisores, entre otros elementos claves
eran importados (Varela, 2005). El crecimiento de la cantidad de aparatos fue
lento y tuvo un envión con los permisos de importación que brindaba el gobierno
(Schejtman, en prensa) en un contexto de control de
divisas. El circuito aduanero para recibir los televisores tuvo que ser
diseñado para la novedad en electrodomésticos. Ese fue el inicio de LR3 Radio
Belgrano TV.
El paso siguiente fue su
privatización. Si bien había nacido en el marco estatal, estaba fuertemente
asociada a la voluntad de un pionero de la radio comercial como Yankelevich. La privatización de la televisión –y de las
radios– vino después de la Ley de Radiodifusión 14241 de 1953. Con dicho
movimiento, “los medios salían de la égida del Estado y se quedaban en el área
del gobierno” (Brenca de Russovich y Lacroix, 1986 citado en Arribá,
2005). Las licitaciones de las redes A, B y C, en las que la ley había agrupado
a los medios de radiodifusión, resultaron en adjudicaciones a empresarios
cercanos al gobierno.
Durante la década de 1950,
a pesar de los drásticos cortes políticos producto del golpe de Estado de 1955,
la televisión iba creciendo lentamente como opción doméstica de entretenimiento
e información, si bien la proscripción al peronismo a partir de 1955 hizo
desaparecer a sus representantes de los contenidos de los medios de
comunicación. También, de su propiedad.
2. TV privada:
consolidación y masificación
El presidente de facto
Pedro Eugenio Aramburu diseñó en sus últimos meses de su gobierno, antes de
entregarle el gobierno al presidente constitucional Arturo Frondizi
en 1958, el Decreto-Ley 15460/57 que, como rasgo sobresaliente, organizaba la
licitación de nuevas frecuencias para nuevos canales de televisión, concurso
que orquestó el gobierno dictatorial asignando las licencias a empresarios
cercanos al régimen y, en consecuencia, de reconocida vocación antiperonista.
Dos meses antes de las elecciones, ese fue el puntapié inicial para la
televisión privada en Argentina con la creación formal tres canales en Buenos
Aires y siete en distintas provincias. El decreto-ley fijaba la cantidad máxima
de emisoras por titular (una), estableciendo así límites para la propiedad de
más de una radio y un canal de televisión por empresa. Prohibía, además, que
empresas extranjeras se hicieran de frecuencias argentinas.
El proceso de redacción del
pliego, a cargo del saliente gobierno de facto, daba cuenta de hasta qué punto
se intentaba evitar que representantes del peronismo se hicieran de medios de
comunicación. Entre el anteproyecto de ley y el que finalmente vio la luz, se
eliminó la cláusula que prohibía presentarse a socios o accionistas de medios
periodísticos, empresas editoriales o cinematográficas, y se mantuvo la que
impedía a quienes habían tenido puestos jerárquicos en los medios peronistas
volver a tenerlos (Mastrini, 2005). La adjudicación
también fue un terreno de idas y vueltas. Ante las ofertas, la Comisión de
Adjudicaciones aconsejó que la licitación de los canales de Buenos Aires
quedara desierta, pero una comisión paralela creada por el general Aramburu
definió a los tres ganadores: Canal 9 fue adjudicada a la empresa CADETE,
vinculada al segmento publicitario de la industria cinematográfica; Canal 13 a
Río de la Plata TV, creada por el publicista y militante de la UCR del Pueblo
–el sector opuesto a Frondizi, quien a su vez tenía
acuerdos con el peronismo- Richard Pueyrredón y Canal 11 a para DICON (Difusora
Contemporánea), nucleada alrededor del padre Héctor Grandinetti,
donde convergían figuras de las Fuerzas Armadas y de la Orden de Jesús de la
Iglesia Católica.
A pesar de la prohibición
normativa, los tres canales crecieron gracias a acuerdos establecidos socios
internacionales –NBC, ABC y CBS– que aprovecharon la letra chica del decreto
ley dirigiendo los nuevos canales –9, 11 y 13 respectivamente– mediante
productoras creadas ad hoc. Estas productoras controlaban la gestión de las
emisoras, es decir, desde las primeras transmisiones, la producción e
importación de contenidos, hasta la recaudación publicitaria durante varios
años.
Los años sesenta coronaron
a empresarios de la televisión como figuras gravitantes del poder mediático en
Argentina, con Alejandro Romay como pionero. Romay venía de la radio y compró
la productora del Canal 9 a la NBC en 1965. A partir de allí imprimió un giro
de gran éxito de audiencia a través de la “nacionalización” de los contenidos
de la pantalla chica. Otro actor relevante del período fue el cubano Goar Mestre, quien contaba con la
experiencia pionera de Cuba donde había anudado vínculos con la CBS, a la
cabeza y era gerente en la productora ProArTel, de
Canal 13, que fue vendida en 1970 a los dueños de la poderosa Editorial
Atlántida (Vigil). En tanto, Canal 11 y su productora
pasó a manos del fundador del diario Crónica y Editorial Sarmiento, Héctor
Ricardo García.
Esos fueron años de
esplendor, creación de formatos artísticos, un star system vernáculo, el progresivo asentamiento de televisores
como un elemento más de la vida cotidiana de las personas y la consolidación de
la grilla en base a géneros (Varela, 2005). Si el inicio de la TV había estado
diagramado por agencias de publicidad que visualizaban en la nueva tecnología
una vía de difusión potente, los sesenta afianzaron la combinación entre
negocio y creación de contenido, con escritores devenidos guionistas y
directores de cine experimentando con las series de ficción.
Hubo opciones “para toda da
la familia” –que compartía obligadamente el único televisor que había en la
casa–, como el Club del Clan, La nena o La familia Falcón, o apuestas de ficción masivas y de calidad como
las Obras maestras del terror, de
Narciso Ibañez Menta, o, hacia fin de la década, la
serie Cosa juzgada, dirigida por
David Stivel, quien previamente había también
participado de otro hito de la ficción dramática comprometida como Historia de jóvenes, levantada durante
el fugaz gobierno de José María Guido. En la década de 1960 también se dio la
consolidación del género periodístico en televisión: desde el estreno de un
noticiero de 15 minutos auspiciado por una petrolera como el Reporter Esso hasta
géneros de debate político, con nombres periodísticos fuertes que saltaban de
la gráfica a la televisión: Jacobo Timerman, Bernardo
Neustadt o Mariano Perla. El locutor Augusto Bonardo se convirtió en un referente de la televisión
cultural (Schejtman, en prensa). Y Tato Bores, quien
había dado sus primeros pasos como humorista en la segunda mitad de la década
de 1950, devino en un personaje masivo, faro del humor político y preocupación
para los muchos gobiernos que rotaron en las décadas siguientes.
La empresa Industrias Kaiser Argentina había realizado un estudio en 1965 para
identificar en qué tipo de contenido convenía invertir: el resultado le marcó
la tendencia hacia los programas informativos. Con esos datos, se desarrolló en
Canal 13 Telenoche, que cambió la cantidad y la
dinámica de los noticieros en el resto de los canales (Fernández Llorens,
2019).
Por lo demás, los canales
privados también exhibieron productos enlatados, especialmente Canal 13,
mientras que el Nueve apuntaba a la ficción nacional.
Los avances tecnológicos
permitieron facilitar la instalación de repetidoras de los canales de la
Capital Federal en distintas provincias del país, una modalidad que perduró
desde entonces y hasta hoy. Hacia la mitad de la década de 1960, el 80% de las
imágenes eran producidas en la Ciudad de Buenos Aires (Druetta,
2018).
La crisis política y social
durante la dictadura encabezada por Juan Carlos Onganía
tras el Golpe de Estado contra Arturo Illia de 1966
–que tuvo su punto más estridente con el Cordobazo– convivió con la primera
transmisión vía satélite: la llegada del hombre a la luna en 1969.
En 1972, mientras negociaba
la apertura a elecciones que permitirían presentarse al peronismo (aunque su
líder, Perón, continuara proscripto), el gobierno de facto de Alejandro Lanusse decretó que las licencias a los canales privados
vencerían a los 15 años de haber sido otorgadas. Eso ponía el reloj de arena a
funcionar hasta el año 1973, toda vez que, aunque habían comenzado sus
emisiones entre 1960 y 1961, las licencias de las emisoras privadas más
importantes habían sido adjudicadas en 1958.
3. Estatización de los canales
Después del breve
interregno presidencial de Héctor Cámpora, y durante
el tercer gobierno de Perón, frente a la caducidad de las licencias, los
sindicatos de trabajadores de medios presionaban para que el gobierno
nacionalizara tanto a los canales como a las productoras. En noviembre de 1973,
el gobierno prohibió la presencia de inversiones extranjeras en algunas áreas
como los medios de comunicación (Sticotti, 2020) y
continuó con la línea de la caducidad de las licencias, pero sin tomar aún
decisiones firmes. Durante 1974, los gremios se fortalecían en su
enfrentamiento con los licenciatarios y presionaban para su estatización una
vez que vencieran las prórrogas al decreto de caducidad. Perón tenía ciertas
ambigüedades con que los canales pasaran al Estado, y en una de las reuniones
expresó: “Tampoco creo que el Estado deba tener la televisión en sus manos para
hacer su política. No. La debe tener para hacer la política del pueblo
argentino” (citado en Sticotti, 2020). El último día
del mes de la muerte de Perón, es decir, el 31 de julio de 1974, su viuda y
compañera de fórmula ya en funciones como presidenta, María Estela Martínez de
Perón, y su ministro José López Rega procedieron a
intervenir los canales, que serían estatizados, al igual que las productoras,
mediante una ley del Congreso Nacional en 1975, cuando se firmaron buena parte
de los convenios colectivos de trabajo que regulan las diversas actividades
televisivas (entre muchas otras).
La dictadura que se inició
el 24 de marzo de 1976 tuvo, por tanto, la TV bajo su órbita. Y distribuyó los
canales por fuerzas, como botín de guerra: Canal 9 para el Ejército, Canal 13
para la Marina y Canal 11 para la Aeronáutica. En Canal 7 convivían distintas
fuerzas porque dependía de la Presidencia aunque, dado que el Ejército la
ejerció durante toda la dictadura, en los hechos tenía más peso. Esta
lotización de las emisoras sin ningún criterio más que el organigrama de las
Fuerzas Armadas resultaría ruinoso para la economía de los canales.
El autodenominado “Proceso
de Reorganización Nacional” heredó, además, otro compromiso que sería
constitutivo de su gestión: el de ser sede y transmitir a color para todo el
mundo el Mundial de Fútbol de 1978.
El mismo día del Golpe de
Estado, la Junta Militar a cargo del gobierno militar había citado a los dueños
de los medios de comunicación para informarles sobre el régimen de censura.
Además, los comunicados describían las penas que les cabían a quienes difundieran
información que desprestigiara a las Fuerzas Armadas. Eso se complementó con
disposiciones del Comfer (autoridad de aplicación en
radiodifusión) y calificaciones para programas no aptos para emitir en
televisión (Marino y Postolski, 2005). En el frente
judicial, la dictadura debía enfrentar a los ex dueños de los canales que
reclamaban indemnizaciones o persistían en sus reclamos. Goar
Mestre y los hermanos Vigil,
por Canal 13, y Héctor Ricardo García, por Canal 11, acordaron un pago,
mientras que Alejandro Romay decidió no dar de baja su reclamo y continuó el
mismo en sede judicial.
La creación de A78TV, en un
edificio especialmente construido en 1978 como Centro de Producción Audiovisual
con el objetivo de funcionar como base del Mundial y, luego, como proveedor de
programas a todos los canales estatales, implicó una inversión potente y
denunciada como corrupta en nuevas cámaras (alemanas marca Bosch) y todo tipo
de equipos de última tecnología. Después del mundial, A78TV se fusionó con el
viejo Canal 7, cuyos empleados se mudaron al nuevo edificio. Mientras que el
Mundial se emitió a color para el mundo y en blanco y negro para la Argentina;
en 1979 se estrenó Argentina Televisora Color (ATC), el nombre que se le dio a
la fusión entre Canal 7 y A78TV, pero recién en 1980 empezó efectivamente la
televisión a color para el mercado doméstico, primero en ATC y Canal 13, y
luego en el resto de los canales.
En un período de listas
negras, amarillas y rosas, para los que despertaban “problemas morales” (Nielsen, 2004) –que incluían a actores y directores–, los
canales de televisión manejados por las Fuerzas Armadas no se movían de las
versiones oficiales y acentuaban los contenidos de entretenimiento y ficción
más que el contenido político –excepto cuando había necesidades puntuales–
hasta que la Guerra de Malvinas puso a la propaganda triunfalista como objetivo
primordial.
La televisión de la guerra
fue masiva y en los momentos más álgidos del conflicto superó los 40 puntos de
rating. Tuvo un programa político de bandera, 60 Minutos, y también un evento político mediático de alto impacto,
como el teletón que llevó el nombre 24
horas por Malvinas, con base en ATC, en el que participaron artistas
–algunos de ellos que habían estado excluidos de la pantalla de la dictadura– y
que recibió cuantiosas donaciones con destino incierto.
En 1980, también, la
dictadura promulgó el Decreto Ley 22285 que rigió –con numerosas modificaciones
parciales realizadas por los gobiernos constitucionales a partir de 1983- la
radiodifusión hasta el año 2009. Entre otras cosas, supeditaba los contenidos
de los medios a las necesidades de la seguridad nacional. En términos de
propiedad, el inciso E del artículo 45 prohibía a los propietarios de empresas
periodísticas (medios gráficos)hacerse de licencias. A la vez, proscribía el
acceso a licencias de radio o TV para las organizaciones sin fines de lucro y
establecía que la composición de la autoridad de aplicación de la norma (el Comfer) tuviera entre sus integrantes a miembros de las
Fuerzas Armadas, de los servicios de inteligencia y de los empresarios del
sector, que influyeron y festejaron la redacción de la norma.
La dictadura intentó
privatizar los canales pero, dadas las deudas contraídas por la gestión de las
emisoras, no existieron ofertas adecuadas y los principales medios
audiovisuales quedaron en manos del Estado cuando la Argentina recuperó el
estado de derecho con las elecciones presidenciales de 1983.
4. Apertura democrática a
color
En su plataforma de
gobierno, el radicalismo encabezado por Raúl Alfonsín apostaba en 1983 por la
derogación del Decreto Ley de Radiodifusión 22285 y por la coexistencia de
medios de gestión estatal, de gestión privada y otros explotados por un ente
autárquico de derecho público no gubernamental y sin fines de lucro. Apenas
recuperado el régimen constitucional, Romay logró por vía judicial la
restitución de Canal 9 que, hasta la privatización de los canales 11 y 13 en
1989, tuvo el privilegio de ser el único de Buenos Aires a cargo de un
empresario, lo que se tradujo en una programación más audaz y sensacionalista y
en altos índices de audiencia.
Durante el gobierno de
Alfonsín, los canales estatales no les renovaron contratos a figuras asociadas
con la televisión con épocas anteriores de las pantallas como Roberto Galán o
Sergio Velasco Ferrero; programas como Semanario
insólito, que venía de 1982, tampoco continuaron, aunque en su lugar
apareció La noticia rebelde, que se
mantuvo hasta la llegada del menemismo. La televisión de la primavera
democrática tuvo un tono optimista y de liberación de la censura, entre
programas protofeministas como La cigarra –con Susana Rinaldi, María
Elena Walsh y María Herminia Avellaneda–,especiales del Nunca más (aunque los Juicios a las Juntas Militares no fueron
emitidos en directo ni con sonido –excepto cuando se enunció la sentencia–, lo
que muestra la autocensura de la recién recuperada democracia), Los gringos, dirigido por David Stivel, quien había vuelto del exilio. Leonardo Simmons y Nicolás Kasanzew,
quien había quedado identificado como el cronista de la Guerra de Malvinas, se
fueron a Canal 9. En los años alfonsinistas nacieron dos ciclos que duraron
décadas: Hola Susana y Fútbol de primera. Así como la Subsecretaría
de Comunicación Social del Poder Ejecutivo establecía –aunque sin ninguna
regulación que lo sustentara formalmente– que los medios debían respetar
porcentajes de participación de partidos políticos, el alfonsinismo recibió
críticas por un manejo oficialista de las señales estatales. Si bien eso podía
verificarse en varios de los aspectos informativos, también era cierto que
había animadores políticos que no comulgaban –o lo hacían cada vez menos- con
el radicalismo gobernante. Tal el caso de Bernardo Neustadt,
quien desde Canal 13 estatal hasta 1987 y desde Tevedós
hasta 1989, difundía una prédica opositora cada vez más popular en las
audiencias. En los últimos dos años de gobierno, mientras la crisis económica
se profundizaba, la televisión se iba haciendo más popular e incorporaba
géneros más masivos de entretenimiento.
La crisis de los canales era también fruto de una distribución publicitaria
cuya disparidad se profundizó a partir de 1987: el 40% se lo llevaba el Nueve,
y el 60% se lo dividían los otros tres canales basados en la Ciudad de Buenos
Aires (Ulanovsky, Itkin, Sirvén, 2018).
En términos regulatorios,
si bien Alfonsín no derogó el decreto ley como había prometido en su
plataforma, sí suspendió por decreto la aplicación del plan de privatizaciones
y los concursos públicos que no habían sido adjudicados. El presidente
intervino el Comfer y no dio de baja el artículo 45
de la norma firmada por Jorge Videla que prohibía a dueños de medios gráficos
ejercer la titularidad de una licencia de radio o televisión, a pesar del
insistente reclamo de Clarín, que ya controlaba la poderosa Radio Mitre a
través de allegados y quería desembarcar en Canal 13.
El oficialismo presentó un
proyecto de ley de radiodifusión en el Congreso que contó con el lobby opositor
de la entonces flamante Comisión Empresarial de Medios de Comunicación
Independientes (CEMCI) y que, conforme se profundizaba la debilidad política de
Alfonsín, tuvo un trámite parlamentario breve (sólo obtuvo dictamen de la
Comisión de Comunicaciones de la Cámara de Diputados, pero nunca llegó a
tratarse en el pleno de la cámara baja).
5. Privatización,
modernización, segmentación (tv cable)
La década que gobernó
Carlos Menem (1989-1999) se abrió con novedades en el ecosistema de los medios.
Mientras que, por un lado, la amenaza concreta del Ministro de Obras y
Servicios Públicos Roberto Dromi de cerrar los
canales 11 y 13 por sus deudas y por la crisis energética mientras diseñaba la
licitación para privatizarlos se había revertido tanto por la presión de la
comunidad artística como la de los sindicatos agrupados y reunidos con el mismo
presidente (Califano, 2012), licitación y
adjudicación se llevaron a cabo de tiempo récord entre julio y diciembre de
1989. Ello precisó de las modificaciones realizadas al Decreto Ley de Radiodidusión mediante las leyes de Reforma del Estado y
Emergencia Económica en ese lapso. Gracias a esos cambios regulatorios
impulsados por Menem, Clarín, que ya contaba con Radio Mitre (además del
diario, la sociedad con el Estado y La Nación en Papel Prensa y la Agencia
Diarios y Noticias), adquirió Canal 13, mientras que Canal 11 quedó en manos de
Televisión Federal S.A, una empresa creada
para competir en la licitación de la que eran parte un grupo de televisoras del
interior (Televisoras Federal S.A.), Editorial Atlántida y Avelino Porto.
El reinicio privado de
estos medios de comunicación significó una nueva era en la producción de
contenidos. Durante los años noventa florecieron productoras en las que los
canales tercerizaban su producción más resonante.
Acaso las dos más emblemáticas del período sean Pol-ka,
fundada por Adrián Suar y asociada a Canal 13 para
realizar ficciones que significaron una renovación estética y simbólica, y
Cuatro Cabezas, fundada por Mario Pergolini y
orientada a contenidos periodísticos para jóvenes.
El surgimiento de
productoras independientes revitalizó estéticamente la televisión y la radio, y
por el otro, significó un ahorro de costos fijos en las emisoras, que delegaron
el riesgo en nuevas productoras. Varias de ellas (como Pol-ka
o Ideas del Sur)fueron más tarde absorbidas por grandes grupos mediáticos. La
delegación del riesgo tiene dos dimensiones: por un lado, la posibilidad de los
canales y las radios de nutrirse con nuevas ideas que contraen riesgos en
términos de programación, tanto en la ficción (Carboni,
2012) como en los contenidos periodísticos; por otro lado, la derivación a
terceros de los costos fijos en propuestas cuya realización mercantil es, en su
fase de concepción, incierta.
A partir de la Reforma
Constitucional de 1994 entró en vigencia el Tratado de Reciprocidad Comercial
entre EEUU y la Argentina, por lo que se autorizó el ingreso de capitales
estadounidenses al segmento de los medios de comunicación que, en algunos casos,
eran ajenos a la economía de los medios. En la segunda mitad de la década de
1990 comenzaron a sobresalir, de forma inédita, capitales financieros en el
sector de la comunicación masiva. A partir del segundo gobierno de Menem se
produjo el ingreso a la tv abierta y por cable de conglomerados como
Telefónica, Prime o, más tarde, Prisa, y se financierizó el sistema, con la
llegada del Citibank asociado al banquero Raúl Moneta,
del fondo de inversión HTF&M, o de la sociedad entre Clarín y Goldman Sachs
(más tarde reemplazado por otros grupos financieros).
Si en la década de 1980 la
renovación del parque de receptores, la llegada del control remoto y la
migración al color tonificaron las formas de ver televisión, a partir de 1990
la masificación del sistema por cable (más tarde, también satelital) y su menú
multicanal introdujo una oferta de decenas de canales, muchos de ellos
temáticos, en una pantalla que hasta entonces solo en las grandes ciudades
contaba con más de un canal de aire. La regulación, la estructura, los
contenidos y los hábitos sociales en el sector audiovisual mutaban en una etapa
de incremento expansivo de la concentración de la propiedad y la consolidación
de “grupos multimedios”.
La tv paga fue adoptada por
la mayoría de los hogares argentinos en el corto lapso de una década y, desde
entonces, está incorporada a dieta audiovisual. El sector fue concentrándose en
pocas grandes compañías, aunque en localidades medianas y pequeñas de todo el
país la tv paga es operada también por cerca de mil empresas y cooperativas que
dinamizan este segmento. Pero en las ligas grandes, a fines de la década de
1990 eran tres: Multicanal, Cablevisión y Video Cable Comunicaciones, pero con
el cambio de siglo la tercera vendería su participación a las dos primeras y,
ya en 2007, estas se fusionarían con la venia del gobierno de Néstor Kirchner.
En paralelo, sobre todo desde fines de la primera década del siglo XXI en
adelante, el operador satelital DirecTV alcanzó
cuotas de penetración importantes (Becerra y Mastrini,
2017).
Hacia fines de los años 90,
la posibilidad concretada en un decreto de licitar la frecuencia número 7 y
privatizar virtualmente ATC –una idea que había rondado y retrocedido durante
distintos momentos de la década, encontró una resistencia notable en la
emergente oposición del FREPASO (centroizquierda) y la UCR, como de los
sindicatos que representaban a buena parte de los trabajadores en el canal
estatal. También, en comunicadores y artistas. Esa comunión entre distintos
actores de la sociedad civil, que es acaso una característica del sindicalismo
vinculado a la televisión y, antes, a la radio, tuvo en el año 1998 su punto
más alto: mientras que se evitaba finalmente la privatización, un año después
el Congreso aprobaba la Ley de Radio y Televisión Argentina para otorgarle una
gobernanza parlamentaria a los medios de gestión estatal. Sin embargo, esa ley
sería vetada como una de las primeras obras de gestión de Fernando De La Rúa
(1999-2001).
6. Crisis e introspección
Para la asunción de de la Rúa en 1999, el sistema televisivo argentino ya
estaba protagonizado por los grupos Clarín y Telefónica. Clarín basó su
estrategia en la expansión conglomeral a distintos
medios de comunicación (con posesiones casi siempre dominantes en todas las
industrias de información y comunicación) y en particular en su dominio del
apetecible mercado de televisión por cable, que al finalizar la década de 1990
le aportaba ya más de la mitad de sus ingresos totales y que se ampliaría en
los años siguientes. Además, la red de televisión de pago le facilitaría su
expansión como uno de los principales proveedores de acceso fijo a Internet.
Telefónica, en cambio, dominaba el mercado de telefonía básica y móvil y
gestionaba, hasta 2016, nueve canales de televisión abierta (Telefe en la ciudad de Buenos Aires y ocho en el interior
del país), además de ostentar una posición también privilegiada en el acceso de
conexiones a Internet.
Al igual que sus
antecesores Alfonsín y Menem, de la Rúa promovió en su gobierno la redacción de
un proyecto de ley sobre radiodifusión que reemplazara el decreto-ley
dictatorial, pero este intento fue abortado a raíz de la resistencia de los
principales grupos de medios (Mastrini y otros,
2005).
El gobierno de De la Rúa colapsó y la salida de la crisis de 2001 encontró
un Estado dispuesto a ayudar a las empresas de medios salvaguardando las
condiciones patrimoniales, concentradas y centralizadas en pocos grupos, que
caracterizaban al sistema. Así se inició una nueva fase del proceso de
concentración, en el que los gobiernos de Eduardo Duhalde (2002-2003) y Néstor
Kirchner (2003-2007) respaldaron una estrategia defensiva con políticas de
medios diseñadas a la medida de los grupos más importantes del mercado local,
fueran nacionales o extranjeros.
Si la década de 1990 fue
expansiva y la concentración avanzó en la dimensión conglomeral,
el lapso 2002-2008 atestigua el despliegue de una defensa de los grupos
concentrados para evitar la pérdida del control de los sectores que dominan.
Pocas veces en la historia argentina previa el discurso de las empresas
periodísticas abusó de la sinécdoque revistiendo su interés corporativo como
auténtico interés general. La definición de la etapa que se abre en 2002 como
de “concentración defensiva” explica, por ejemplo, que ni el gobierno nacional
ni los provinciales o municipales –huelga señalar que de distintos colores
políticos– auspiciaran la apertura a la competencia del lucrativo mercado de
televisión por cable, que en la regulación heredada de la dictadura era considerado
“servicio complementario”; en efecto, se habría estimulado una dinámica
distinta de haberse promovido la concurrencia de otros actores en ese segmento,
el más importante económicamente en el sistema de medios tradicionales. Esta
etapa, de “concentración defensiva”, finalizó junto con la conclusión de la
presidencia de Kirchner en diciembre de 2007, justo cuando aprobó la fusión de
las dos operadoras de cable más grandes del país en beneficio del Grupo Clarín:
Multicanal y Cablevisión. En las presidencias de Duhalde y Kirchner la
administración de la autoridad de aplicación audiovisual (el Comfer) fue funcional a los intereses de los principales
grupos comerciales que operaban en el sector.
La crisis de inicios de
siglo operó como pretexto para esta segunda fase, que adoptó un carácter
defensivo justamente porque el argumento de empresarios y gobiernos consistía
en que solo un blindaje al ingreso de otros operadores podría permitir la
recuperación de sus niveles de actividad. La protección contra la competencia
ha sido una estrategia utilizada en otras fases de concentración en la historia
de los medios en Argentina y habilitaría una reflexión fundamental acerca del
vínculo necesario con la regulación estatal que precisan los actores
concentrados del sector para poder funcionar (Becerra, 2015).
Cuando Kirchner llegó a la
presidencia en 2003, el sistema audiovisual venía de protagonizar una
importante transformación y modernización, pero se encontraba en quiebra. El
sector se había concentrado en pocos grupos, nacionales y extranjeros, algunos
de ellos asociados a capitales financieros; la concentración era de carácter conglomeral, los grupos desbordaban en muchos casos su
actividad inicial y se habían expandido a otros medios (multimedios) y también
a otras áreas de la economía, lo que en varios mercados se traducía en actores
dominantes y en escasos márgenes de competencia; se había remozado
tecnológicamente el parque productivo; la organización de los procesos de
creación y edición había mutado por la tercerización de la producción de
contenidos, lo que, a su vez, había estimulado una base dinámica de productoras
de diferente tamaño; se habían forjado nuevos patrones estéticos, tanto en la
ficción televisiva como en los géneros periodísticos; había resucitado la
industria cinematográfica por la Ley del Cine de 1994 (Marino, 2013), y se
había incrementado la centralización de la producción en Buenos Aires, algo que
Menem legalizó en su último gobierno a través de la autorización para el
funcionamiento de redes de radio y televisión.
La crisis de 2001 había
causado una importante retracción de los mercados pagos de industrias
culturales (cayeron los abonos a la televisión por cable, la compra de diarios,
revistas, libros y discos y las entradas de cine), redujo dramáticamente la
inversión publicitaria y, en consecuencia, alteró todo el sistema. La
televisión exhibió en sus pantallas envíos de bajo costo, talk-shows y programación de formato periodístico, que a su vez
comulgaba con la necesidad social de reflexionar acerca de las causas y las
consecuencias del colapso socioeconómico. La institución mediática se
interrogaba acerca de la crisis de legitimidad de las formas de
institucionalidad política (partidos, Estado) y económicas (bancos), sin
comprender todavía que la extensión de esa crisis alcanzaba, también, a los
propios medios de comunicación.
Las empresas de medios, que
en muchos casos habían contraído deudas en dólares en la década anterior
gracias a la paridad cambiaria establecida por el régimen de convertibilidad
que estalló en diciembre de 2001 y fue abolido en 2002, registraban ingresos
menguantes y en pesos. Ello motivó al gobierno de Duhalde a impulsar una ley
aprobada en la gestión de Kirchner: la de Preservación de Bienes Culturales
que, al establecer un tope del 30% de capital extranjero en las industrias
culturales argentinas, impedía que acreedores externos reclamaran como parte de
pago los activos de las empresas locales endeudadas, de manera que tuvieran que
negociar quitas y planes de financiación del pasivo.
La Ley de Bienes Culturales
fue un salvataje estatal a las empresas de medios que impregnó, como lógica de
intervención, la primera etapa del ciclo kirchnerista.
La renovación automática de las licencias televisivas más importantes de los
dos principales grupos de medios, Clarín y Telefónica, en diciembre de 2004
(después de renovar la del Canal 9 que entonces gestionaba Daniel Hadad), y,
sobre todo, la firma del Decreto 527 en 2005, mediante el cual Kirchner
suspendió el cómputo de diez años para las licencias audiovisuales, constituyen
algunos de los múltiples indicadores explícitos de un Estado que socorrió a los
magullados capitales de la comunicación. Mientras tanto, las organizaciones sin
fines de lucro continuaban proscriptas del acceso a licencias audiovisuales, lo
que contravenía el derecho a la comunicación y la tradición que vincula la
libertad de expresión con los derechos humanos, contenida en la Declaración
Universal de Derechos Humanos, en la Convención Americana de Derechos Humanos y
en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Ese mismo año 2005,
a instancias de la Corte Suprema de Justicia, el Congreso sancionó la Ley
26053, por la que modificó el artículo 45 de la entonces vigente Ley de
Radiodifusión 22285 de 1980, y se habilitó el acceso a licencias de radio y
televisión para personas y entidades sin fines de lucro. No obstante, este
avance legal no se tradujo en la apertura de concursos para materializarlo y,
por lo tanto, no afectó la lógica concentrada del sector hasta ese momento
(Becerra, 2015).
7. Pluralismo externo y
polarización
El extenso período que va
de 2003-2015 tuvo varias etapas pero podría condensarse, para la televisión, en
una asunción estatal de un rol vigoroso y emprendedor tanto en la producción
como en la distribución y la regulación de contenidos (Becerra y Mastrini, 2017).
En el gobierno de Néstor
Kirchner se invirtió en modernizar el vetusto andamiaje del canal estatal
–proceso que se había iniciado muy tímidamente en los años previos- así como en
la creación de una nueva señal audiovisual (que más tarde se convertiría en
canal), Encuentro, dependiente del Ministerio de Educación, que fue la punta de
lanza de otros canales estatales que empezaron a abrirse en los gobiernos de
Cristina Fernández de Kirchner, desde Paka-Paka,
pasando por Incaa TV hasta Tec
TV.
Después del conflicto por
las retenciones móviles a las exportaciones agropecuarias, en el primer
semestre de 2008 y apenas comenzado el gobierno de Fernández de Kirchner, el
ecosistema mediático se alineó en posturas nítidas a favor (minoritarias) y en contra
(la gran mayoría de los medios) del gobierno. Mientras que el Poder Ejecutivo
comenzó a hacer más reiteradas declamaciones del tipo “Clarín miente”, los
distintos medios del grupo mostraron una vocación uniforme y consolidada en su
oposición a toda intervención del gobierno incluso si eso los llevaba a perder
audiencia y una estrategia comercial histórica: Clarín siempre se había
esforzado por realizar productos policlasistas con
cierta amplitud ideológica y una línea editorial relativamente inclusiva (Mastrini, Becerra y Bizberge,
2021). Así como Kirchner había permitido en 2007 la fusión entre Multicanal y
Cablevisión, alimentando la posición dominante del Grupo Clarín, 2008 fue el
año del quiebre. El gobierno dotó de pauta oficial discrecional a grupos como Spolszki-Garfunkel, Vila-Manzano e Indalo a partir de la
compra de los medios que gestionaba Daniel Hadad (Becerra y Mastrini,
2017), de línea editorial afín al oficialismo, mientras que aterrizó en Canal
7, rebautizada como TV Pública, y confeccionó una línea editorial homogénea en
su defensa de las políticas gubernamentales. La Ley de Servicios de
Comunicación Audiovisual, aprobada en octubre de 2009 por el Congreso, fue la
noticia más relevante del gobierno de Cristina Kirchner en el sector junto a la
creación del Programa Fútbol para Todos que atrajo audiencias al canal estatal,
el lanzamiento de emisoras temáticas infantiles y culturales, la adopción de la
norma nipo-brasileña de televisión digital terrestre
y la construcción de un sistema de más de 60 torres en todo el país (TDA), con
cobertura y acceso dispar según la localidad. Así como se apoyaba en una
concepción de la libertad de expresión como un derecho humano, la ley
audiovisual apuntaba a desconcentrar el sistema de medios y también a otorgarle
una vida activa a los medios sin fines de lucro.
La discusión de la misma
ley fue un contenido más en la televisión de esos años, especialmente en Canal
7 y Canal 13. El escenario polarizado fue medido en un informe de la Defensoría
del Público, entidad creada por la norma.
Por lo general, la
narrativa emanada desde las voces gubernamentales o de algunos sectores de la
sociedad civil en relación al sesgo manifiesto que tenía la pantalla estatal,
tanto en el noticiero como en su programa político principal, 6, 7, 8 (lanzado en 2009), era que el
gobierno estaba ausente del resto de las emisoras, por lo que la TV Pública
aportaba al pluralismo externo, es decir, a equilibrar todo el sistema de
manera plural.
En términos de ficción, la
existencia de concursos estatales asociados a la Televisión Digital Abierta, y
administrados por el Ministerio de Planificación, generaron series y
documentales con la idea de nutrir las pantallas de televisión y también
plataformas de contenidos públicos (Nicolosi, 2014).
Aunque con obstáculos
propios y ajenos de distinto calibre –importantes retrasos a la hora de
convocar a concursos para nuevas licencias o sucesivas medidas cautelares para
frenar la aplicación de los artículos que apuntaban a desconcentrar el sistema
de medios (la ley finalmente recibió el respaldo de la Corte Suprema de
Justicia en un histórico fallo de 2013 que reafirma el cambio de paradigma que
contenía la norma)–, la aplicación de la Ley de Servicios de Comunicación
Audiovisual así como la instalación de antenas y la entrega de decodificadores
para expandir la TDA empezaban a reorganizar en términos de propiedad, de
acceso y también de contenido lo que conocíamos como televisión. Los cambios
tecnológicos de la época funcionaban como un telón de fondo que reorientaba la
atención de las audiencias hacia distintas propuestas audiovisuales.
Sin embargo, con el cambio
de gobierno y la asunción de Mauricio Macri en
diciembre de 2015, los principales pilares de las acciones y discursos
gubernamentales especialmente consolidados entre 2009 y 2015 fueron
desmantelados.
8. Restauración y nuevas pantallas
La presidencia de Macri impulsó cambios drásticos en la regulación y en la
estructura de propiedad del sistema de medios, al tiempo que registró la aceleración
de la digitalización del sector de las comunicaciones fijas y móviles y el
cambio de hábitos de públicos, audiencias, usuarios e individuos. Una parte de
todo este proceso es endógena (los decretos que firmó, con escasa vocación
republicana, el primer mandatario) y otra obedece a cambios globales que
exceden el propósito del presente artículo.
En efecto, los medios de
comunicación tuvieron y explotaron, hasta hace pocos años, el control casi
total de la cadena productiva de la información y el entretenimiento que
circulaba masiva y cotidianamente. En sus dominios se definía la agenda de
asuntos a los que los medios y otras instituciones modernas les conferían
importancia y que, entonces, despertaban el interés variable de distintos
grupos sociales. En el caso de las empresas de medios más poderosas, el control
de la cadena productiva se extendía hasta la posesión misma de la propiedad de
los eslabones necesarios para producir, editar, distribuir, exhibir y
comercializar los flujos de contenidos que bombeaban la opinión pública.
Pues bien, aquella
situación cambió de raíz. La cadena productiva de contenidos masivos fue
primero trasladada por la fuerza a los entornos digitales y, luego, intrusada por actores de nuevo cuño, las plataformas
digitales que protagonizan el llamado "capitalismo de plataformas",
que asumieron funciones antes desempeñadas por las empresas periodísticas. Así,
por ejemplo, Google y Facebook controlan el mercado mayorista publicitario
digital y buena parte de sus componentes (servicios a anunciantes, a
publicadores, a agencias y a usuarios finales que van desde la compra de
espacios, el empaquetado y las estrategias de visualización hasta la exhibición
de los anuncios).
Así, es válido preguntarse:
¿qué es hoy la televisión? ¿un artefacto que conectado en línea y a través de
una consola presenta un menú de juegos? ¿un catálogo de series y películas a
demanda que activan los usuarios y hogares abonados a sistemas desprogramados,
es decir, sin horario de emisión preestablecido? ¿un flujo continuo y
secuencial de entretenimientos, noticias y encuadres editoriales empaquetados y
transmitidos desde un canal que puede ser recibido tanto desde las pantallas de
dispositivos móviles como desde las del así llamado televisor? Estas preguntas
pueden hacerse también sobre la radio, los diarios y otras industrias
tradicionales del sector con la misma pertinencia.
En este contexto, y a
través de decretos y de resoluciones ministeriales y de la autoridad de
aplicación creada –también– por decreto presidencial, Macri
protagonizó un giro de 180 grados en las políticas de medios y
telecomunicaciones previas. Pero su condición transgresora se combinó con una
enérgica regresividad que buscó –y en varios aspectos logró– restaurar las
condiciones de funcionamiento de la propiedad de los medios y
telecomunicaciones previas al giro de las políticas públicas en comunicación
realizado por el kirchnerismo en 2008 que caracterizó
los dos gobiernos de Cristina Fernández (Mastrini y
Becerra eds., 2017).
Así, Macri
derogó varios de los principales artículos de la ley audiovisual (también de la
ley de telecomunicaciones de 2014) y, en una decisión que luego debió enmendar
parcialmente a través del ENaCom (autoridad de
aplicación), dispuso que la tv por cable fuera catalogada como “servicio de
telecomunicaciones y TIC”. Con ello, el presidente libró al Grupo Clarín de
adecuarse a los límites fijados por la ley audiovisual en cuanto a cantidad de
licencias en el segmento de mercado que le resultaba más rentable hasta la fusión
con Telecom, también alentada por el gobierno encabezado por Macri.
El elenco dirigente de
Cambiemos (tal el nombre de la alianza entre PRO, UCR y Coalición Cívica que
ganó el ballotage en 2015) contó con el apoyo entusiasta de los medios privados
comerciales más concentrados en los grupos Clarín, La Nación, América, Infobae y Cadena 3, a pesar de lo cual Macri
fue derrotado en su intento de reelección en 2019 por el Frente de Todos
encabezado por la fórmula Alberto Fernández y Cristina Fernández. Como sostén
de la gestión, los grandes medios y sus principales firmas colaboraron en la
permanente legitimación del macrismo y sus consignas
de cambio cultural, menoscabando los profundos impactos sociales de su práctica
que desembocaron en la derrota electoral. A cambio, algunas de estas empresas
obtuvieron favores tales como la obligación para los cableoperadores
de llevar sus emisoras en la grilla (LN+) o la mencionada megafusión
Cablevisión-Telecom, además de premios en materia de asignación de recursos
públicos como publicidad oficial, que discriminó a medios opositores al
gobierno en 2016 y 2017 pero atenuó esa tendencia
2018, al tiempo que redujo sus montos y discrecionalidad en el período
(Becerra, 2021).
Durante el gobierno de Macri hubo transferencia de medios (Telefé,
por ejemplo, fue vendida por Telefónica a Viacom),
agresiones a periodistas tras el vaciamiento y abandono de empresas por sus
dueños, quienes habían crecido al amparo de la asistencia financiera del kirchnerismo (casos Tiempo Argentino y Radio América, hasta
diciembre de 2015 en manos de Sergio Szpolski),
cierre de grandes medios ubicados editorialmente a ambos lados de la
polarización (además de los citados y otros identificados con la oposición, el
oficialista Grupo Clarín finiquitó el Diario La Razón y también cerró la
Agencia Diarios y Noticias –DyN– que tenía al grupo
liderado por Héctor Magnetto como principal
accionista junto a La Nación, tan identificada con Macri
como Clarín) y despidos masivos en la agencia de noticias estatal Télam
–revertidos en buena medida por los trabajadores en la justicia–, además de
retiros voluntarios en en otros medios estatales.
La televisión acusó el
impacto del cambio de política estatal en un momento histórico en el que la
fuga de sus audiencias jóvenes de las pantallas generalistas de programación de
flujo continuo (tv abierta) es una realidad y donde la amenaza de los “cord cutters” (hogares que dejan
de contratar servicios de tv paga a cambio de contar con mejores servicios de
conectividad fija a Internet) es una pesadilla para los operadores, junto a la
reciente penetración masiva de servicios de streaming
a demanda (OTTs como Netflix
y más cerca en el tiempo, Disney+) con catálogos que superan los de muchos cableoperadores.
La política sectorial del
gobierno que sucedió a Macri, con un Alberto
Fernández inicialmente amistoso y luego cada vez más alejado del Grupo Clarín,
no alteró las normas previas en cuanto al andamiaje normativo. El estallido de
la pandemia en los primeros meses de mandato de Fernández puede mencionarse
como una fatalidad que incrementó la migración de hábitos de uso y consumo
audiovisual, con personas y grupos sociales cada vez más volcadas a la pantallización de sus actividades, lo que incluye los
flujos televisivos a la vez que actores de distintas industrias que pujan por
concentrar la atención de los públicos.
Conclusiones: las cuentas
pendientes en la era de las plataformas
Así como la televisión
sigue siendo gravitante en términos de cantidad de horas dedicadas por día y
agenda, la fragmentación de las audiencias y su migración hacia formas de uso y
consumo digital, por lo general concentradas en un puñado de plataformas
transnacionales, es una realidad que se acentúa todos los años y con la que la
televisión, tal cual la conocíamos, debe lidiar. Las estrategias a nivel
mundial son variadas: desde holdings que acaparan el cuádruple play para lograr una capilaridad en toda la cadena telecomunicativa en los términos en que se consume en el
presente, hasta coproducciones de contenidos entre canales y plataformas o
propuestas on demand por
parte de los canales por medios de las cableras. En un contexto desafiante,
televisión y plataformas se hibridizan: la primera se
nutre de información, personajes y contenidos de plataformas sociales y la
segunda se vuelve cada vez más voraz en su necesidad de estrenos, como si
tuviera que llenar 24 horas por día.
En Argentina, a esos
desafíos que impone la época se le suman otras cuentas pendientes que nunca
pudo, quiso o supo superar. Acaso la más significativa sea la centralización
geográfica de la producción en la región metropolitana del país. Esa
concentración geográfica ni siquiera es compensada por los medios de gestión
estatal, que por razones de producción y de negociación sindical, no logra una
capilaridad productiva en la extensión del país y sigue planteando formatos que
tienen más que ver con ir a otras
provincias desde la Ciudad de Buenos Aires o pintar el interior de la Argentina
de un modo folklorizado por medio de sus fiestas
tradicionales del verano.
Los cambios registrados en
estos 70 años, que en muchos aspectos fueron significativos, no alcanzan para
quebrar las líneas de continuidad que la tv argentina sostiene como rasgos identitarios: su lógica comercial, su mandato de entretener
masivamente al mercado interno, su uso y producción de un star
system vernáculo, sus procesos de concentración de
licenciatarios y productoras, la escasez de emisoras a nivel nacional y en la
mayoría de las grandes ciudades del país, su competencia con la tv paga a
partir de la década de 1990, sus procesos de organización del trabajo
mayormente registrado (en comparación con otras actividades económicas), su
evolución tecnológica relativamente tardía que marcaron que las innovaciones de
la industria en relación al resto del mundo tuvieran en la Argentina cierto
rezago, confirmando la estampa de modernidad periférica (Sarlo,
1988) que signó la producción del campo cultural en otras actividades e
industrias a comienzos del siglo pasado.
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